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El Despertar según el Zen surge durante un acontecimiento inesperado, una casualidad, una circunstancia favorable, para las mentes preparadas para acogerlo. Cómo el ladrón en la "casa vacía": el ser se desembaraza de su "ego".
Una monja estudiaba el Zen día tras día, desde hace más de treinta años. Había entrado en el monasterio como joven novicia a los diecisiete años. Tenía ahora cincuenta. Su vida de fertilidad había terminado. No sentía amargura por ello. Se dedicaba a las ocupaciones cotidianas con paciencia y buen talante. Preparaba el arroz o la cebada, iba mañana y tarde a buscar agua al pozo que había a unos cien metros. A veces la visitaba una nube de melancolía, pero ella la apartaba. Ponía en práctica la meditación con regularidad, estudiaba los textos de los grandes maestros del pasado. Pero nunca había conocido el Satori, la paz inimaginable, que inunda bruscamente el alma asombrada, la sonrisa, la gran sonrisa del Despertar.
Un atardecer, volvía del pozo cuando caía la noche. Observó sin pensar en ello el reflejo de la luna en el agua del cubo. Era un cubo viejo, cuyo fondo había reparado ella con bambú trenzado. Y de repente cedió la compostura y el agua se escapó y al instante desapareció también la luna con el agua del viejo cubo. En aquel preciso instante, ella conoció el Satori. Fue libre.
El Zen es una experiencia íntima que permite unir lo visible y lo invisible, lo relativo y lo absoluto, lo que pasa y lo que permanece. No es ni el bien ni el mal, ni el sí ni el no, ni el vacío ni lo pleno. "Está más allá del mundo de los contrarios, de un mundo construido por la distinción intelectual" escribe D.T. Suzuki. Es inaprensible pero cómo toda empresa humana, y en el marco del budismo, tiene sus templos, sus tradiciones, sus ritos, sus códigos y su lenguaje. Aun así, el espíritu del Zen no está atado a ninguna religión, a ninguna creencia. Invita tan sólo a una autenticidad mayor, a no atrincherarse en los dogmatismos, a no esclerotizarse en los ritos sin vida. Se constatan sus frutos en los grandes maestros: la sencillez, el desinterés, el espíritu de pobreza, la compasión, el amor, la alegría, el equilibrio y la serenidad (a veces se ha llamado al Zen pero su naturaleza exacta escapa al análisis. El Zen es cómo la luz, ¡ y que decir de la luz, sino que ilumina, transforma, encanta la realidad! Los cuentos, entre otros medios "hábiles" - la pintura, el teatro Nô, el tiro con arco, la ceremonia del té, la arquitectura, los jardines, la poesía (los haikus), el zazen, el silencio...-, es una expresión, una indicación, un camino. "Es el dedo que señala la luna", como dice el proverbio chino (y que en lo que se fijan los tontos es en el dedo). El Zen es una lámpara encendida, un fuego en lo alto de la colina, una consciencia despierta.
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El Despertar según el Zen surge durante un acontecimiento inesperado, una casualidad, una circunstancia favorable, para las mentes preparadas para acogerlo. Cómo el ladrón en la "casa vacía": el ser se desembaraza de su "ego".
Una monja estudiaba el Zen día tras día, desde hace más de treinta años. Había entrado en el monasterio como joven novicia a los diecisiete años. Tenía ahora cincuenta. Su vida de fertilidad había terminado. No sentía amargura por ello. Se dedicaba a las ocupaciones cotidianas con paciencia y buen talante. Preparaba el arroz o la cebada, iba mañana y tarde a buscar agua al pozo que había a unos cien metros. A veces la visitaba una nube de melancolía, pero ella la apartaba. Ponía en práctica la meditación con regularidad, estudiaba los textos de los grandes maestros del pasado. Pero nunca había conocido el Satori, la paz inimaginable, que inunda bruscamente el alma asombrada, la sonrisa, la gran sonrisa del Despertar.
Un atardecer, volvía del pozo cuando caía la noche. Observó sin pensar en ello el reflejo de la luna en el agua del cubo. Era un cubo viejo, cuyo fondo había reparado ella con bambú trenzado. Y de repente cedió la compostura y el agua se escapó y al instante desapareció también la luna con el agua del viejo cubo. En aquel preciso instante, ella conoció el Satori. Fue libre.
El Zen es una experiencia íntima que permite unir lo visible y lo invisible, lo relativo y lo absoluto, lo que pasa y lo que permanece. No es ni el bien ni el mal, ni el sí ni el no, ni el vacío ni lo pleno. "Está más allá del mundo de los contrarios, de un mundo construido por la distinción intelectual" escribe D.T. Suzuki. Es inaprensible pero cómo toda empresa humana, y en el marco del budismo, tiene sus templos, sus tradiciones, sus ritos, sus códigos y su lenguaje. Aun así, el espíritu del Zen no está atado a ninguna religión, a ninguna creencia. Invita tan sólo a una autenticidad mayor, a no atrincherarse en los dogmatismos, a no esclerotizarse en los ritos sin vida. Se constatan sus frutos en los grandes maestros: la sencillez, el desinterés, el espíritu de pobreza, la compasión, el amor, la alegría, el equilibrio y la serenidad (a veces se ha llamado al Zen pero su naturaleza exacta escapa al análisis. El Zen es cómo la luz, ¡ y que decir de la luz, sino que ilumina, transforma, encanta la realidad! Los cuentos, entre otros medios "hábiles" - la pintura, el teatro Nô, el tiro con arco, la ceremonia del té, la arquitectura, los jardines, la poesía (los haikus), el zazen, el silencio...-, es una expresión, una indicación, un camino. "Es el dedo que señala la luna", como dice el proverbio chino (y que en lo que se fijan los tontos es en el dedo). El Zen es una lámpara encendida, un fuego en lo alto de la colina, una consciencia despierta.
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